Estimados hermanos, paz y bien.
A principios del mes de febrero celebramos con alegría la semana de la vocación franciscana. Lo que a veces puede parecer una campaña más, se convirtió este año en una ocasión hermosa de celebrar la vida y la respuesta generosa a Dios de un hermano de nuestra fraternidad de Cartagena, fray Israel.
Nuestra pequeña capilla se llenó del Espíritu y en el cielo se celebró una gran fiesta porque uno de nosotros, con fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta hizo la mejor apuesta que alguien puede hacer: apostar por Cristo y su Iglesia en totalidad, sin reservarse nada hasta el final de sus días.
En este día de fiesta en la tierra y en el cielo, quedó patente que todo «ha sucedido para que se revele en él la acción de Dios» (Jn 9, 3) y para que todos veamos que merece la pena amar a aquel que nos amó primero en obediencia, sin nada propio y en castidad.
Esta consagración nos interpela con fuerza y nos recuerda la radicalidad que exige el seguimiento de Cristo.
Os pido que recéis por su perseverancia y para que nunca se suelte de la mano de nuestro Señor y que su vida refleje la verdad, la bondad y el amor… Y, por cierto, si algún joven lee estas letras, le aseguro de corazón que no hay nada más hermoso o más alto que «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (Regla de san Francisco).