Estimados hermanos, paz y bien. Empezamos una nueva Cuaresma y creo que la primera tentación es la misma que tenemos todos los primeros de enero: «¡Esta Cuaresma va a ser distinta!», y, al final, cansados o por culpa de nuestra voluntad a veces frágil dejamos todos nuestros buenos propósitos… Probablemente esto se deba a que vivamos nuestra fe desde el esfuerzo o desde el cumplimiento –sincero– pero externo. ¿Qué pasaría si de verdad, como san Francisco, estuviésemos enamorados del Señor, que solo «respirásemos» por él? Tal vez ahí sí que dejaríamos el esfuerzo, los «puños» para conquistar metas y nos abandonaríamos en sus brazos. Así, parafraseando a san Francisco, en este santo tiempo podríamos unirnos más a Dios por la gracia del Espíritu Santo, alegrarnos en la compañía de los ángeles y santificarnos por la vida de penitencia.
Cerrad los ojos y pensad si nuestro corazón estuviese así, lleno del Espíritu, cómo serían nuestras relaciones: de repente nos encontraríamos cumpliendo sin darnos cuenta todo lo que el Señor nos enseña en el capítulo 58 del profeta Isaías: «Soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos». Os reto entonces, hermanos, a empezar esta Cuaresma abriendo vuestro corazón y devolviendo todo «al Señor Dios altísimo y sumo, y reconocer que todo bien le pertenece», creo que este es el orden correcto.